domingo, 4 de noviembre de 2007

Feliz Año Nuevo

De largo lo mejor que lei en este verano, y en mucho tiempo:

Era guapí­sima, pensó. La mujer más guapa del mundo. Un vestido negro, escotado por detrás, el pelo recogido en la nuca. Unos ojos grandes e inteligentes que lo miraron de esa manera singular con que miran algunas mujeres, como si se pasearan por dentro de ti, escudriñándote cada rincón, y esa certeza te erizara la piel. No sabí­a cómo se llamaba, ni quién era. Ni siquiera si estaba con otro. Pero comprendió que era ella. Así­ que venció el nudo que se le habí­a hecho en la garganta y dijo aquí­ te la juegas, chaval, te juegas el resto de tu vida, y a lo mejor haces el ridí­culo más espantoso; pero serí­a peor no intentarlo. Así­ que se fue derecho hacia ella, recorriendo esos cinco últimos metros que ningún hombre inteligente franquea si no son los ojos de la mujer los que invitan a recorrerlos. Hola, me llamo tal, dijo. Y no me perdonarí­a nunca dejarte salir de mi vida sin intentarlo. Ella lo miró despacio, evaluando su sonrisa algo tí­mida, la manera sencilla que tení­a de estar de pie ante ella, encogiendo un poco los hombros como diciéndole ya sé que lo hemos visto muchas veces en el cine y por ahí­, pero no puedo evitarlo. Te pareces a esas cosas que uno sueña cuando es niño.

Lo consiguió. La felicidad le estallaba dentro y el mundo y la vida eran una aventura maravillosa. Bailaron, rieron. Compartieron sus mundos e hicieron que éstos empezaran a fundirse el uno con el otro. Música, cine, viajes, libros. Tiene cosas que yo necesito, pensó. Cosas que a mí­ me faltan. A veces se quedaban callados, mirándose un rato largo, y ella sonreí­a un poco, casi enigmática. Quizá se sienta como yo me siento, pensó él. Tocó su piel, rozándola con precaución al principio. Acercaron los rostros para conversar entre la música, acarició su cabello, respiró su aroma, asimiló cada registro de su voz. Algo hice para merecerla, pensó de pronto. Los años de colegio, la facultad, el trabajo, la lucha por la vida. Sentí­a que era un premio especial; que una mujer así­ no caí­a del cielo a cambio de nada. Eso le hizo sentirse más seguro, más cuajado y adulto. Y en sólo unas horas, maduró. Se hizo lúcido y se dispuso a merecerla.

Llegaron las campanadas. Ding, dang. Todos bailaban y reí­an, brindaban, chocaban las copas salpicándose de champaña. Feliz 2001. Feliz año nuevo. Él nunca habí­a sido muy sociable; tení­a sus ideas sobre las fiestas de año nuevo en general y sobre la Humanidad en particular, y no eran ingenuas en absoluto. Sin embargo, aquella vez amó a sus semejantes. Los habrí­a abrazado a todos. Con la última campanada ella se quedó mirándolo en silencio, la copa en la mano, la boca entreabierta, y él se inclinó sobre sus labios. Sabí­an a champaña y a carne tibia, y a futuro. Alrededor los amigos aplaudí­an y bromeaban sobre el flechazo. Ellos seguí­an mirándose a los ojos y se besaron de nuevo, ajenos a todo. Y más tarde, rozando el alba, la acompañó a su casa. Se besaron de nuevo en el portal, mucho rato, y él regresó a casa caminando en la luz gris del amanecer, las manos en los bolsillos, sintiendo deseos de dar pasos de baile, como en las pelí­culas. Estaba enamorado.

Pasaron los meses y se amaron con locura. Ella estaba en el último año de carrera; él, a punto de conseguir el trabajo soñado durante muchos años. Viajaron juntos y hubo un verano maravilloso, el mar, los paseos por la playa, las noches cálidas. Cuando estaban juntos apenas necesitaban otra cosa. Ella se le aferraba, jadeante, sus ojos muy abiertos cerquí­sima de los suyos, abrazándolo como si pretendiera hundí­rselo para siempre en las entrañas. Te amaré toda mi vida, dijo él. Me parece que deseo un hijo, dijo ella. Que se parezca a ti. Que se nos parezca. El mundo era una trampa hostil, pero podí­a ser habitable después de todo. Era posible, descubrieron sorprendidos, construir un lugar donde abrigarse del frí­o que hací­a allí afuera: un refugio de piel cálida, de besos y de palabras. A veces se imaginaban de viejos, con nietos, libros, un pequeño velero con el que navegar juntos por un mar de atardeceres rojos y de memoria serena.

Aquel año consiguió el trabajo por el que habí­a luchado toda su vida. Un puesto de responsabilidad en una multinacional importante. El primer dí­a que fue al despacho, al llegar a su mesa situada junto a la ventana con una vista maravillosa de la ciudad, pensó que habí­a llegado a algún sitio importante, y que el triunfo también era de ella. Tení­a que compartir ese momento, así­ que descolgó el teléfono Y marcó el número de la casa donde ahora viví­an juntos. Estoy aquí­, lo he conseguido. Estoy en la cima del mundo, dijo. Y te quiero. Mientras hablaba sus ojos se posaron, distraí­dos, en el calendario que estaba sobre la mesa: martes 11 de septiembre. Luego se volvió a mirar por la ventana. El dí­a era hermoso, los cristales de la otra torre gemela reflejaban el sol de la mañana, y un avión enorme se acercaba volando muy bajo.

Es la página que Reverte escribe en El Semanal y que está recogida en el libro "No me cogereis vivo".
Disfrutadlo


2 comentarios:

Nosotras mismas dijo...

Hoy solo tengo tiempo para saludar.

Besos.

Nosotras mismas dijo...

Ufff, me preguntas como llegué hasta tu blog.... pues, concretamente, no sé... de un blog a otro y aparecí aquí.

Saludos.